Arte y VIH
A cuarenta años de la aparición del primer caso de VIH, un repaso por las obras artísticas más emblemáticas que tomaron la muerte como excusa para hablar de la vida. Las victorias obtenidas y las deudas pendientes.
Antes de la pandemia de la COVID hubo otra que reptó subrepticia por los bordes de lo visible. Era diciembre de 1981 cuando se daba a conocer el primer caso de VIH en el mundo. Y se puso en escena la precariedad de ciertos cuerpos frente a los dispositivos biopolíticos de normalización social impulsados tanto desde el reflujo conservador como desde las estrategias de “prevención”, en nombre de la contención de los excesos.
Frente a la devastación y la muerte, producir obras artísticas a partir del virus fue el modo, desesperado en muchos casos, de generar otros relatos que se opusieran a la finitud; poner en primer plano el deseo, la pulsión vital, el anhelo de seguir conservando un cuerpo más allá de que ese cuerpo estuviera infectado. “Salgamos de este velorio en un descapotable”, recuerda Marta Dillon que pensó al momento de empezar a escribir su mítica columna Vivir con virus. El escenario fue paradojal. A medida que los artistas lograban una mayor visibilidad, enfrentaban la proximidad de la muerte. En 1994, fallecieron de causas relacionadas al sida Liliana Maresca y Omar Schiliro; dos años más tarde, murió Feliciano Centurión. “Junto a la muerte de amigos jóvenes, amantes y colegas, se experimentaba incertidumbre, discriminación y desamparo institucional. Se generaron heridas colectivas y procesos de duelo que en la memoria se mezclan con las marcas de la represión de la última dictadura militar. La respuesta del arte ante la pandemia implicó un trabajo sobre lo más próximo.
Las afinidades se presentan en las operaciones y los materiales elegidos, en la mirada positiva sobre formas desprestigiadas por su relación con el mundo femenino, la baja cultura, las superficies cotidianas, la intimidad que puede resultar ominosa: una indefinición estética y disciplinar que el arte contemporáneo ha sabido jerarquizar”, explica Francisco Lemus en su libro Imágenes seropositivas. Prácticas artísticas y narrativas sobre el VIH en los 80 y 90.
Cuando el VIH, pensado como un cáncer gay, azotó sin piedad los cuerpos, la producción artística viró para convertir el estigma en bandera. Varios artistas trabajaron entorno a la enfermedad y la supervivencia, generando poéticas íntimas, codificables en complicidad con esa escena. Los exquisitos bordados de Feliciano Centurión, en los que aparecen frases amorosas y melancólicas sobre la enfermedad con el ritmo de un mantra; las fotografías de Alejandro Kuropatwa reunidas alrededor del concepto “Cóctel”; los objetos de Omar Schiliro, y la emblemática remera Yo tengo Sida, diseñada por Roberto Jacoby y Kiwi Sainz, son solo algunos ejemplos de cómo el arte trascendió los obituarios.
Pasaron cuarenta años desde la aparición del primer caso de VIH. Muchas cosas han cambiado desde entonces: ahora sabemos que los tratamientos son efectivos y que cuando el virus se vuelve indetectable también es intransmisible. A pesar de las victorias, algunos estigmas sobreviven. Es necesario seguir peleando para que todos los cuerpos valgan lo mismo.