Su atención, por favor
Revisar la agenda en Google Drive, leer los 48 mails laborales, seguir el hilo de cinco grupos de WhatsApp, ayudar a los chicos con sus clases por Meet, organizar un zoompleaños, subir la foto del postre a Instagram, buscar una playlist, relojear las noticias en Twitter, identificar un tutorial en YouTube, hacer el pedido online al supermercado antes de la próxima videollamada… Y sigue, sigue, sigue.
En los últimos meses, el trabajo, la educación, la salud, la vida social, el entretenimiento y hasta el fitness pasaron a depender de Internet. Entrar a la web es un verdadero viaje de ida: sabemos cuándo comienza pero nunca cómo termina, porque todo, absolutamente todo, compite por captar nuestra cada vez más dispersa atención… ¡y lo logra!
Dicen los expertos que, por hache o por be, consultamos las pantallas de nuestros teléfonos móviles unas 150 veces por día. Es decir, una vez cada cinco minutos. Haciendo cuentas, de los próximos 60 años habremos dedicado un promedio de 12 al celular. Es nuestro alter ego: desprenderse de él es como quedar desnudo en público.
Vivimos hiperconectados. Según datos de ENACOM, en diciembre del año pasado, había en la Argentina 125,5 líneas de celulares funcionando cada 100 habitantes. Las estadísticas del INDEC registraron, para la misma fecha, que el 79,9% de la población utiliza Internet. Así llegamos a marzo, cuando el aislamiento social obligatorio aumentó esas cifras con la imposición del home office… y el consecuente burn out . El 87,9% de los usuarios consultados por el portal de empleos Búmeran declararon tener la cabeza literalmente quemada por el teletrabajo.
La pandemia ha multiplicado la dependencia colectiva de los dispositivos y de las grandes empresas tecnológicas (Google, Facebook & Co), verdaderos Masters of The Universe. Tal como ilustra el documental de Netflix El dilema de las redes sociales, estas ofrecen servicios gratuitos o de muy bajo costo pero sus algoritmos están programados para optimizar el engagement, es decir, el tiempo que pasamos interactuando con ellas, porque esa es su máquina de extraer datos. Ahí está el verdadero negocio: el procesamiento masivo de esos datos permite conocer hábitos, gustos, trazar perfiles, descubrir tendencias, predecir comportamientos y necesidades de millones de personas. Y luego venderlos al mejor postor.
Las redes sociales fueron diseñadas como máquinas tragamonedas, sólo que, en lugar de dinero, recompensan intermitentemente con likes, corazoncitos, retuits. Lo cual te genera un shot de dopamina, infla tu ego, tu valor de mercado, tu marca personal… y alimenta la adicción. De a poco, nuestra vida se convierte en una puesta en escena para adecuarnos a los requerimientos de las redes. Cada escena cotidiana es eventual escenario para una selfie o videito, nuestras casas replican la estética de Instagram, nos tuneamos para Tinder… En la búsqueda de ser originales y “auténticos”, se multiplican los clichés. ¿Me gusta?
Bienvenidas y bienvenidos a la “economía de la atención”, el verdadero valor en una era en la que lo que sobra es la oferta de información. Ante la abundancia de estímulos, hay menor tolerancia al aburrimiento. El dolce far niente ha muerto. Si tenés tres minutos libres, te generan ansiedad y sacás el celular para “aprovecharlos”. Las aplicaciones nos dan una satisfacción mucho más inmediata que las personas. ¿Qué pareja te mira más que a su móvil? Nadie quiere quedar afuera de lo virtual: la nueva fobia social es el FOMO (sigla de Fear Of Missing Out ), “miedo a perderse algo”. Aunque el costo se pague con ansiedad, insomnio, problemas de vista, de columna, etc.
¿Qué hacer? Como resulta imposible prescindir de los dispositivos, el tecnólogo Santiago Bilinkis, autor de Guía para sobrevivir al presente, propone ponerles límites concretos para que no afecten nuestra salud. Por ejemplo, establecer un tiempo máximo de conexión, apagar celulares y computadoras pasada cierta hora, o desconectar las notificaciones instantáneas. La felicidad, todavía, sigue estando en las pequeñas cosas.